Quien obtiene un título académico al acabar unos estudios, ciertamente queda capacitado para realizar trabajos a los que únicamente tienen acceso los que han conseguido dicho título.
Pero sabe que, precisamente por eso, se le exige una continua labor de perfeccionamiento, de mejora y actualización en su especialidad. Esto requiere que ponga en juego sus fuerzas con empeño y, casi siempre, con sacrificio personal. Quien es remiso y negligente ante esta tarea, acabará adocenándose y perdiendo sus aptitudes.
Algo parecido, salvadas las distancias, sucede con la vida de la gracia que un día se nos infundió en el Bautismo y se desarrolló con los sacramentos, la palabra de Dios y la educación cristiana: es vida; vida de Dios que se nos da para vivir como hijos suyos. Y cada uno debe corresponder para que se desarrolle y llegue a su plenitud, que es la identificación con Cristo. En esto consiste la santidad y esta es la vocación a la que todos están llamados:
«(Todos) formamos parte de la familia de Cristo, porque «Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo (...)» (Ef 1,4-5). Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente san Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1 Ts 4,3), esta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación» (Amigos de Dios, nº 2).
Cualquier tarea, por muy absorbente que sea, siempre es sectorial, limitada: no ocupa toda la vida (hay que contar con descansos, interrupciones, etc.) y su desempeño siempre es compartido con otras muchas ocupaciones distintas.
La «tarea» de la santidad es, en el fondo, «la» tarea: dura toda la vida, abarca todas las ocupaciones vivificándolas desde dentro, recaba de la persona todas sus facultades, no hay vacaciones no hay momentos ni ocupaciones rectas en que pueda quedar entre paréntesis creer, amar o esperar en Dios, servir a los demás, vivir las virtudes...
La santidad, necesita para desarrollarse y crecer, nuestra correspondencia libre.
Las coordenadas de la santidad
La meta es la misma para todos -la santidad-, pero hay muchos caminos para llegar. Cada persona, además, recorre su camino dejando la impronta de su carácter, de su modo de ser irrepetible. El resultado es una «biografía» de la santidad completamente distinta de otra que haya recibido incluso la misma vocación específica. y los mismos medios de santificación.
En su diversidad, todos los caminos se ajustan a unas «coordenadas», que se pueden sintetizar del siguiente modo, siguiendo el Catecismo de la Iglesia:
Punto de partida. El camino arranca de la vida de todos los fieles cristianos; es decir, de todos los fieles, y en todas las situaciones de la.vida: «"Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana ya la perfección de la caridad" (...). Todos son llamados a la santidad: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (...)"» (CEC, nº 2013).
La meta es la identificación con Cristo: «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama "mística", porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos (...) y, en Él, en el misterio de la Santísima Trinidad» (CEC, nº 2014).
El camino. La meta de la santidad la conseguirán los fieles «siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre» (CEC, nº 2013).
Es decir, el camino es el mismo Cristo. El apóstol Tomás, en un momento de la conversación en el Cenáculo, se dirige a Jesús con esta pregunta: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino? Le respondió Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,5-6).
El camino pasa siempre por la cruz. Relata san Mateo una de las escenas en que Jesús lo explica con toda claridad. Ocurre poco después de la concesión del Primado a Pedro:
«Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto y resucitar al tercer día.
Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de ti, Señor, de ningún modo te ocurrirá eso.
Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,21-24).
El seguimiento de Cristo no se puede limitar a una parte de su vida o de su misión; tiene que ser —dentro de las circunstancias personales— completo. Y toda la vida de Jesús está orientada hacia el sacrificio de la Cruz.
Análogamente, para cada cristiano, el camino de la perfección pasa necesariamente por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. Todo progreso en la vida espiritual implica la ascesis y la mortificación; por tanto, es trabajoso y frecuentemente va acompañado por el dolor. Pero, por encima de todo, es crecimiento en el amor a Dios, y conduce gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas (cfr CEC, nº 2015).
Ya está señalada la senda en sus trazos esenciales. Se puede empezar a recorrer. Los que lo hacen, y perseveran en ella, sin apartarse, alcanzarán la meta con toda seguridad.
No obstante, basta recorrer los primeros tramos para experimentar que no es fácil (como todo lo que de verdad vale la pena). Por eso es muy útil fijarse en la vida de los santos, en sus luchas y su correspondencia a la gracia; podremos aprender de ellos viendo cómo buscaron identificarse con Cristo y cómo lo lograron.
El estudio razonado de la vida de los santos compete a una parte de la teología, que se llama Teología Espiritual (en los tratados clásicos se denomina generalmente Ascética y Mística). Se puede decir verdaderamente que es la «ciencia de los santos», porque, ocupándose ante todo de Dios, es también una ciencia de experiencia vivida; es decir, estudia cómo se hizo realidad la santidad al hilo de las biografías de los santos y de los grandes maestros de espiritualidad de todos los tiempos. Ellos, con sus vidas y sus escritos, nos proporcionan una especie de «falsilla» para orientar la tarea de la propia santificación.
Pero sabe que, precisamente por eso, se le exige una continua labor de perfeccionamiento, de mejora y actualización en su especialidad. Esto requiere que ponga en juego sus fuerzas con empeño y, casi siempre, con sacrificio personal. Quien es remiso y negligente ante esta tarea, acabará adocenándose y perdiendo sus aptitudes.
Algo parecido, salvadas las distancias, sucede con la vida de la gracia que un día se nos infundió en el Bautismo y se desarrolló con los sacramentos, la palabra de Dios y la educación cristiana: es vida; vida de Dios que se nos da para vivir como hijos suyos. Y cada uno debe corresponder para que se desarrolle y llegue a su plenitud, que es la identificación con Cristo. En esto consiste la santidad y esta es la vocación a la que todos están llamados:
«(Todos) formamos parte de la familia de Cristo, porque «Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo (...)» (Ef 1,4-5). Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente san Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1 Ts 4,3), esta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación» (Amigos de Dios, nº 2).
Cualquier tarea, por muy absorbente que sea, siempre es sectorial, limitada: no ocupa toda la vida (hay que contar con descansos, interrupciones, etc.) y su desempeño siempre es compartido con otras muchas ocupaciones distintas.
La «tarea» de la santidad es, en el fondo, «la» tarea: dura toda la vida, abarca todas las ocupaciones vivificándolas desde dentro, recaba de la persona todas sus facultades, no hay vacaciones no hay momentos ni ocupaciones rectas en que pueda quedar entre paréntesis creer, amar o esperar en Dios, servir a los demás, vivir las virtudes...
La santidad, necesita para desarrollarse y crecer, nuestra correspondencia libre.
Las coordenadas de la santidad
La meta es la misma para todos -la santidad-, pero hay muchos caminos para llegar. Cada persona, además, recorre su camino dejando la impronta de su carácter, de su modo de ser irrepetible. El resultado es una «biografía» de la santidad completamente distinta de otra que haya recibido incluso la misma vocación específica. y los mismos medios de santificación.
En su diversidad, todos los caminos se ajustan a unas «coordenadas», que se pueden sintetizar del siguiente modo, siguiendo el Catecismo de la Iglesia:
Punto de partida. El camino arranca de la vida de todos los fieles cristianos; es decir, de todos los fieles, y en todas las situaciones de la.vida: «"Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana ya la perfección de la caridad" (...). Todos son llamados a la santidad: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (...)"» (CEC, nº 2013).
La meta es la identificación con Cristo: «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama "mística", porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos (...) y, en Él, en el misterio de la Santísima Trinidad» (CEC, nº 2014).
El camino. La meta de la santidad la conseguirán los fieles «siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre» (CEC, nº 2013).
Es decir, el camino es el mismo Cristo. El apóstol Tomás, en un momento de la conversación en el Cenáculo, se dirige a Jesús con esta pregunta: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino? Le respondió Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,5-6).
El camino pasa siempre por la cruz. Relata san Mateo una de las escenas en que Jesús lo explica con toda claridad. Ocurre poco después de la concesión del Primado a Pedro:
«Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto y resucitar al tercer día.
Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de ti, Señor, de ningún modo te ocurrirá eso.
Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,21-24).
El seguimiento de Cristo no se puede limitar a una parte de su vida o de su misión; tiene que ser —dentro de las circunstancias personales— completo. Y toda la vida de Jesús está orientada hacia el sacrificio de la Cruz.
Análogamente, para cada cristiano, el camino de la perfección pasa necesariamente por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. Todo progreso en la vida espiritual implica la ascesis y la mortificación; por tanto, es trabajoso y frecuentemente va acompañado por el dolor. Pero, por encima de todo, es crecimiento en el amor a Dios, y conduce gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas (cfr CEC, nº 2015).
Ya está señalada la senda en sus trazos esenciales. Se puede empezar a recorrer. Los que lo hacen, y perseveran en ella, sin apartarse, alcanzarán la meta con toda seguridad.
No obstante, basta recorrer los primeros tramos para experimentar que no es fácil (como todo lo que de verdad vale la pena). Por eso es muy útil fijarse en la vida de los santos, en sus luchas y su correspondencia a la gracia; podremos aprender de ellos viendo cómo buscaron identificarse con Cristo y cómo lo lograron.
El estudio razonado de la vida de los santos compete a una parte de la teología, que se llama Teología Espiritual (en los tratados clásicos se denomina generalmente Ascética y Mística). Se puede decir verdaderamente que es la «ciencia de los santos», porque, ocupándose ante todo de Dios, es también una ciencia de experiencia vivida; es decir, estudia cómo se hizo realidad la santidad al hilo de las biografías de los santos y de los grandes maestros de espiritualidad de todos los tiempos. Ellos, con sus vidas y sus escritos, nos proporcionan una especie de «falsilla» para orientar la tarea de la propia santificación.